¿Qué pasó un 2 de Octubre de 1928?
“Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más. Y tenía que hacer el Opus Dei”.
El 2 de octubre de 1928 Josemaría Escrivá de Balaguer se encontraba en la Casa Central de los Paúles de Madrid, participando en unos ejercicios espirituales junto con otros sacerdotes de la diócesis. Era un día más del otoño madrileño. Por la mañana, a primera hora, celebró la Santa Misa. Luego, se retiró a su habitación, donde comenzó a releer las notas en las que había ido recopilando durante los últimos años: mociones de Dios, inspiraciones y propósitos de su oración.
Fue entonces cuando vio con total claridad la misión que Dios le encomendaba, aquello por lo que venía rezando desde su juventud.
Usaba siempre el verbo ver para referirse a aquella inspiración divina del 2 de octubre, aquella visión intelectual del querer divino, tal como Dios lo quería y tal como debía ser a lo largo de los siglos.
El Opus Dei
¿Qué fue lo que vio? Vio, de modo inefable, a personas de toda raza y nación, de todas las culturas y mentalidades, buscando y encontrando a Dios en su vida ordinaria, en su familia, en su trabajo, en su descanso, en el círculo de sus amistades y conocidos. Personas con el afán de vivir en Cristo, de dejarse transformar por Él, de luchar por la santidad en medio de sus ocupaciones habituales en el campo, en la fábrica o en el despacho, en todas las profesiones honradas de la tierra.
Vio a cristianos corrientes que vivirían con plenitud la vocación recibida en el bautismo. Apóstoles de Cristo, que hablarían de Él con sencillez y naturalidad, esforzándose por ponerlo en la cumbre de las actividades humanas.
Vio a multitudes aspirando a la santidad. A miles de santos en medio del mundo. Personas que se esforzarían por santificar su trabajo, por santificarse en su trabajo y por santificar a los demás con su trabajo; que lucharían por cristianizar su ambiente con el calor de su cercanía con Cristo; que serían, entre sus parientes y amigos, Cristo que pasa. Personas con un afán grande por llevar la fe y el mensaje cristiano a todos los sectores de la sociedad.
Vio a cristianos corrientes que vivirían con plenitud la vocación recibida en el bautismo. Apóstoles de Cristo, que hablarían de Él con sencillez y naturalidad, esforzándose por ponerlo en la cumbre de las actividades humanas, viviendo gozosamente su participación en el sacerdocio de Cristo y ofreciendo a Dios cada día el sacrificio santificante de su propia existencia.
Vio un camino de santidad y de apostolado para servir a la Iglesia. Eso, que no tenía nombre aún, era Iglesia y para la Iglesia. La Voluntad de Dios estaba clara: Dios quería abrir un panorama vocacional en medio de la calle para su Iglesia, dirigido a personas de todas las edades, estados civiles y condiciones sociales. Era un nuevo horizonte eclesial que prometía frutos abundantes de santidad y de apostolado en toda la tierra.
Don Josemaría, emocionado, se arrodilló mientras las campanas de la cercana iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles repicaban en el día de su fiesta. “Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más. Y tenía que hacer el Opus Dei”.
Un nuevo camino en la Iglesia
Se informó prudentemente sobre otras realidades de la Iglesia para comprobar si existía ya alguna con las características que Dios le había hecho ver. Hizo pesquisas, escribió pidiendo información sobre otras iniciativas eclesiales…, pero al fin, ante la evidencia de la originalidad del mensaje que había recibido, se rindió. Dios quería que fuese él quien abriera ese nuevo camino dentro de la Iglesia.
Comenzó a reunir personas —estudiantes, profesionales, sacerdotes— a las que fue transmitiendo ese ideal, esa misión que Dios le había encomendado. Les aseguraba con una fe sin fisuras que aquello se haría realidad. Con tanta fe hablaba, que uno de los que le escucharon durante aquel tiempo comentaría años después: “Pero, ¿tú crees que eso es posible?— le decía yo. Y él me contestaba: —Mira, esto no es una invención mía, es una voz de Dio—. Y, fiel a esa voz, aquel sacerdote, pobre, humilde, sencillo y desconocido, se entregaba con su alma y con su vida a un empeño gigantesco, alentado sólo por una fuerza sobrenatural que le impulsaba poderosamente”.
Solicitaba oraciones a todas las personas que conocía, porque se daba cuenta de la desproporción abismal que mediaba entre la Voluntad de Dios y sus cualidades personales. Para llevar a cabo su misión —lo sabía bien— debía identificarse totalmente con la Voluntad divina; no bastaba con que fuera un sacerdote bueno: debía ser un sacerdote ¡santo!
Durante ese tiempo, estuvo atendiendo espiritualmente en el lecho de muerte a una dama apostólica, se llamaba Mercedes Reyna y falleció con fama de santidad. “Sin haberlo pensado de antemano —escribió en sus Apuntes íntimos—, se me ocurrió pedirle lo siguiente: Mercedes, pida al Señor, desde el cielo, que si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, me lleve joven, cuanto antes. Después, la misma petición he hecho a dos personas seglares —una señorita y un muchacho—, que todos los días en la Comunión renuevan ante el buen Jesús esa aspiración”.
Las instituciones católicas de aquella época solían ser femeninas o masculinas, y el joven fundador pensaba que debía llevar a cabo aquel empeño de Dios sólo con hombres. Pero el 14 de febrero de 1930 recibió una nueva gracia interior que le hizo profundizar en la luz fundacional del 2 de octubre. Comprendió, mientras celebraba la Santa Misa, que debía comenzar el apostolado del Opus Dei también entre las mujeres. Labor que sería fecundísima y trascendental, porque, como diría el fundador, “la mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad…”
Nuevos horizontes apostólicos
Soñaba con inmensos horizontes de apostolado y evangelización, convencido de que la Voluntad de Dios se haría realidad, y de que muy pronto miles de cristianos se esforzarían por poner a Cristo en el corazón de los afanes humanos. Dios quiso confirmarle en su esperanza con nuevas y repetidas mociones interiores. Una de ellas tuvo lugar el 7 de agosto de 1931, cuando celebraba la Santa Eucaristía:
“Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios (propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme —acababa de hacer in mente la ofrenda del Amor Misericordioso—, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum (Jn 12, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas! , soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con la doctrina de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas.
A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad, sin garabato), querría escribir unos libros de fuego que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey”.
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